domingo, 24 de septiembre de 2023

Cuento breve


 

América

 

La cerradura crujió, el gato abrió sus grandes ojos, eran las seis de la tarde y como siempre a esa hora era la llegada de América desde su trabajo, los días Jueves.

 

El gato corrió hasta el umbral por un pasillo angosto y salameramente acarició las piernas de la mujer.

 

América era hermosa, de treinta años que ya quisiera cualquier mujer tener encima de la forma como ella los llevaba.

De pelo oscuro y liso, nariz aguda, labios brillantes, turgentes y profundos ojos oscuros, hoy particularmente profundos.

América dejó su cartera en un sillón y tiró una carpeta cargada de papeles sobre la mesa del comedor con cierta violencia. Algunas hojas pegadas por la estática probablemente dieron en un pequeño florero alargado que se desplomó rodando unos centímetros. Una flor seca se resquebrajó en un silencio conmovedor.

América miró el florero y sonrió leve con un gesto que sobrevivió unos minutos en su rostro hasta que se apagó.

 

Caminó entonces hacia la cocina y girando sus caderas dejó caer una falda corta que por obligación usaba en su trabajo como profesora de cálculo en la Universidad. Aflojó los botones de su blusa y ya en el dormitorio dejó caer sobre sí un largo vestido negro, delgado como la seda y que contorneó su cuerpo como manos acariciándola.

 

Se sentó, algo le molestaba, algo pendía en su cerebro, una idea persistente había existido en las últimas semanas que la asaltaba en sus clases, en sus estudios de álgebra, al intentar dormir.

 

Un día, cuando era aún una niña pequeña y usaba un par de trenzas que su madre enroscaba sobre su cabeza, América fue al campo con sus abuelos; atardecía y el sol rayaba los árboles, la tierra y un pequeño charco que era como una laguna para sus proporciones del mundo. América se acercó al borde del charco y miró el agua, y en le fondo fangoso una larva de anfibio engullía un pequeño insecto acuático y ahora veinte y cinco años después aún fresca se mantenía esa imagen de las patitas del insecto moviéndose en la proboscide del animal depredador.

 

Algo así sentía América que era la vida, como un aparataje depredador que la engullía de a poco, que tragaba a las personas lentamente,  entristeciendo la vitalidad más íntima, comiéndoles de a poco la imaginación y los sentimientos.

 

Pero eso no había sido todo lo que marcó la pequeña vida de América ese día de campo. De pronto mientras consternada miraba el fondo de aquel charco una brisa agitó el ese ecosistema y miles de ondas se propagaron sobre el agua cortando el reflejo del sol en miles de soles concéntricos. El cerebro de América también centelleó a esa frecuencia y sin poder evitarlo cayó sobre el charco fangoso del campo.

 

También ahora había un resabio de ese incidente. Una vez haciendo clases tiraba una tangente sobre un gran círculo en la pizarra de vinilo cuando de pronto la línea recta le pareció que se curvaba ( como a veces su corazón se curvaba ) y una multitud de brillos como una botella de agua con purpurinas se apoderó de su percepción y cayó.

Cuando despertó un ruido como un vibrato resonaba en sus oídos, al abrir los ojos una gran lámpara fluorescente estaba sobre su cabeza, el contador doppler hacía una curva predictiva en la pantalla y América no pudo moverse y tenía ganas de reír, de reír a carcajadas inconteniblemente, de gritar, de llorar, de decirle a ese maldito Dios que las cosas no podían seguir siendo así sin ninguna razón, que los postulados de Riemann, Gauss y las teorías de las funciones variables eran absurdos, que el teorema de Fermat era absurdo tanto como lo era respirar, pero no pudo moverse y se durmió.

 

Ahora en ese sillón todos los recuerdos se atropellaban en su mente, sus amores y desamores, sus ruidos, sus miedos, sus brillos de purpurina y lloró, lloró hasta que la larga y lluviosa noche de octubre fue sepultando sus ojos profundos. Lloró hasta que su hermoso vestido de seda se le pegó en el pecho, entonces sonó el teléfono, una especie de explosión de luz destelló en su interior, no pudo moverse y cerró sus ojos.

 

Cinco días más tarde la cerradura crujió y el gato corrió por el angosto pasillo hacia la puerta y salameramente acarició las piernas del administrador del edificio.