América
La cerradura crujió, el gato abrió
sus grandes ojos, eran las seis de la tarde y como siempre a esa hora era la
llegada de América desde su trabajo, los días Jueves.
El gato corrió hasta el umbral por
un pasillo angosto y salameramente acarició las piernas de la mujer.
América era hermosa, de treinta
años que ya quisiera cualquier mujer tener encima de la forma como ella los
llevaba.
De pelo oscuro y liso, nariz
aguda, labios brillantes, turgentes y profundos ojos oscuros, hoy
particularmente profundos.
América dejó su cartera en un
sillón y tiró una carpeta cargada de papeles sobre la mesa del comedor con
cierta violencia. Algunas hojas pegadas por la estática probablemente dieron en
un pequeño florero alargado que se desplomó rodando unos centímetros. Una flor
seca se resquebrajó en un silencio conmovedor.
América miró el florero y sonrió
leve con un gesto que sobrevivió unos minutos en su rostro hasta que se apagó.
Caminó entonces hacia la cocina y
girando sus caderas dejó caer una falda corta que por obligación usaba en su
trabajo como profesora de cálculo en
Se sentó, algo le molestaba, algo
pendía en su cerebro, una idea persistente había existido en las últimas
semanas que la asaltaba en sus clases, en sus estudios de álgebra, al intentar
dormir.
Un día, cuando era aún una niña
pequeña y usaba un par de trenzas que su madre enroscaba sobre su cabeza,
América fue al campo con sus abuelos; atardecía y el sol rayaba los árboles, la
tierra y un pequeño charco que era como una laguna para sus proporciones del
mundo. América se acercó al borde del charco y miró el agua, y en le fondo
fangoso una larva de anfibio engullía un pequeño insecto acuático y ahora
veinte y cinco años después aún fresca se mantenía esa imagen de las patitas
del insecto moviéndose en la proboscide del animal depredador.
Algo así sentía América que era la
vida, como un aparataje depredador que la engullía de a poco, que tragaba a las
personas lentamente, entristeciendo la
vitalidad más íntima, comiéndoles de a poco la imaginación y los sentimientos.
Pero eso no había sido todo lo que
marcó la pequeña vida de América ese día de campo. De pronto mientras
consternada miraba el fondo de aquel charco una brisa agitó el ese ecosistema y
miles de ondas se propagaron sobre el agua cortando el reflejo del sol en miles
de soles concéntricos. El cerebro de América también centelleó a esa frecuencia
y sin poder evitarlo cayó sobre el charco fangoso del campo.
También ahora había un resabio de
ese incidente. Una vez haciendo clases tiraba una tangente sobre un gran
círculo en la pizarra de vinilo cuando de pronto la línea recta le pareció que
se curvaba ( como a veces su corazón se curvaba ) y una multitud de brillos
como una botella de agua con purpurinas se apoderó de su percepción y cayó.
Cuando despertó un ruido como un
vibrato resonaba en sus oídos, al abrir los ojos una gran lámpara fluorescente
estaba sobre su cabeza, el contador doppler hacía una curva predictiva en la
pantalla y América no pudo moverse y tenía ganas de reír, de reír a carcajadas
inconteniblemente, de gritar, de llorar, de decirle a ese maldito Dios que las
cosas no podían seguir siendo así sin ninguna razón, que los postulados de
Riemann, Gauss y las teorías de las funciones variables eran absurdos, que el
teorema de Fermat era absurdo tanto como lo era respirar, pero no pudo moverse
y se durmió.
Ahora en ese sillón todos los
recuerdos se atropellaban en su mente, sus amores y desamores, sus ruidos, sus
miedos, sus brillos de purpurina y lloró, lloró hasta que la larga y lluviosa
noche de octubre fue sepultando sus ojos profundos. Lloró hasta que su hermoso
vestido de seda se le pegó en el pecho, entonces sonó el teléfono, una especie
de explosión de luz destelló en su interior, no pudo moverse y cerró sus ojos.
Cinco días más tarde la cerradura
crujió y el gato corrió por el angosto pasillo hacia la puerta y salameramente
acarició las piernas del administrador del edificio.