miércoles, 18 de abril de 2007

A Paula Emilia

Esa mañana ella dormía pero repentinamente algo la despertó, algo como un ruidito pequeño revoloteaba en el cuarto. Era esa casa en el campo, donde iba a veces con los abuelos a pasar el verano, como ahora, sólo que los abuelos no estaban ya y su madre era ahora la responsable de hacerla sentir como era de veras, una niña; una hermosa niña de piel suave y el pelito al viento en esas largas tardes de sol.
Primero abrió sus ojos grandes ojos oscuros como cristales volcánicos cuando algo interrumpió su piel, algo como un aire chiquito cruzó casi encima de su cara, se asustó y sentó bruscamente en la cama pero de a poco el rictus pasó del miedo a la sorpresa alegre. En el cuarto, iluminado por esa mañana, una mariposa volaba de un lado a otro de la pieza, como una nave, como el último vestigio de un animal extinguido, como si una flor fuese la que vencía la gravedad, de grandes pétalos anaranjados y bordes negros.
Paula Emilia brincó de la cama, quería tomarla en sus manos; atraparla con el instinto que tienen los niños cuando ven el mundo, que a veces quieren tocar la luna con los dedos o guardar una estrella en un frasco vacío.

Pero tuvo otro plan; le dejó volar, el insecto como un pequeño sol saltaba de una región a otra, llenando de luz el rostro y la piel de Paula Emilia. Pero sus ojitos curiosos no querían abandonar ese proyecto. De pronto la mariposa se posó en una larga cortina apenas abierta que cubría la ventana, era la oportunidad para Paula Emilia y no quería dejarla pasar. Se acercó conteniendo la respiración, el animal batió sus alas con lentitud ceremoniosa y giró hacia ella, su probóscide y sus ojitos fasciculados apuntaban a su cara, Paula Emilia extasiada y sin poder controlarse acercó sus dedos y tocó suavemente las alitas de aquella misteriosa visitante que se dejó seducir unos segundos antes de hacer una turbulencia de colores, entonces, Paula Emilia satisfecha abrió la ventana y la mariposa se marchó.

Ese día fue distinto para ella, desde el comienzo.
Paula era una mujer bella, bella como una niña, regalona como una niña, sensible como una niña, y sus sueños de mujer, de veras eran los de una niña.
Desayunó como siempre, café y la colorida mermelada de frutas de temporada, también como siempre su madre le regaloneó. Se levantó de la mesa y salió a caminar por el campo.
Llevaba un vestido de flores y un telón de delgada lana sobre los hombros. Caminó por las praderas y el pasto aún mojado por el rocío de la madrugada mojaba sus suaves piernas y sus sandalias.
Era feliz, todo lo que necesitaba estaba con ella, la tierra, su madre, la brisa fresca sobre su piel, el sol asomando en los redondeados cerros del campo pintando de verde claro las minúsculas espigas de las praderas, el olor de las cosas, de la vida…
Hubiera querido saltar de alegría, y lo hacía.
De pronto comenzó a correr, correr pradera abajo; a lo lejos, muy a lo lejos el mar como una línea delgada en el horizonte, aparecía mezclado con el cielo aún oscuro por el sol que apenas rallaba la mañana.
Paula Emilia corrió, corrió como si quisiera gritar sin hacerlo, embriagarse del viento frío, estiró las manos a modo de alas y algo muy curioso ocurrió.
De pronto todo estaba oscuro, en silencio. Estaba como en una sala hecha de un material parecido a la piedra, como una caverna fría y suave; sintió miedo, miedo de verdad, trató de moverse pero era imposible, no podía tocarse, quería llevar sus manos a la cara, sentía calor, era imposible.
Entonces algo comenzó a ocurrir; un dolor como una contracción desgarradora se inició en su vientre, y en sus manos y en sus piernas algo como la agonía de un pez que ha sido sacado del agua, pero con una promesa distinta a la muerte, algo como una convulsión que estremecía cada milímetro de su cuerpo, sentía nuevamente calor, ahogo, ¿donde estaba el aire fresco de la mañana? ¿donde estaba el sol y el mar?.
Estaba en esa reflexión cuando de pronto algo como un fluido se desprendió sobre su cabeza. Quería llorar pero no le salían lágrimas, tenía miedo, trató nuevamente de tocarse y algo extraño pasó entonces. Era como si esa caverna de piedra suave y oscura como una nada se rompiera, se separara, como si de la oscuridad ciega se formara un universo; miró hacia delante y una línea comenzó a abrirse frente a sí y un rayo de luz casi quemó sus ojitos, frío, frescor y sol recorrieron su cabeza y comenzaban a inundar su cuerpo, Paula Emilia no entendía nada, ¿estaba de verdad bien? ¿y su madre,? ¿dónde estaba?, ¿alguien habría visto donde se encontraba?. Trató de tocar su cara pero algo increíble pasó. Cuando movió sus brazos hacia delante algo se desgarró de su cuerpo, un dolor agudo y breve la conmovió y cayó, como en una caída infinita, no sentía dolor ni frío y por fin podía ver el campo, pero el campo estaba distinto. El sol parecía ahora más brillante y más juguetón, más amigable; el mar era una explanada inmensa y voló; voló remontando una brisa amable del sur, como una fuerza de sostén que la llevaba a disfrutar de las copas de los árboles y del color de las flores de los robles, batiendo sus alitas como láminas de oro…

Cuando de veras se despertó, sintió un ruidito en su cuarto del campo en el verano, era una hermosa mariposa de ribetes anaranjados y negro azulado que revoloteaba de un extremo a otro en ese espacio.

Paula Emilia sonrió, rió, hasta que sus ojitos se quebraron en miles de gotitas laminadas, sentía alegría y se tiró de espaldas sobre la cama. Secó sus ojos de esas lágrimas preciosas. El universo, ese universo para Paula Emilia, era todo lo que necesitaba para ser feliz.